Tierra de nadie
Por Ariel
Maceo
a
todos esos que se creen héroes
y
que lo son
en
cierto modo.
Antes
de entrar apagas el cigarro. Retienes la bocanada de humo tanto como puedes. Te
dan deseos de tragártelo por esa vieja costumbre, pero sabes que no es el humo
indicado, así que lo expulsas poco a poco. Hace ya 5 años que dejaste la
hierba, y aun no has perdido la manía de acabar de fumar y creerte capaz de
todo, incluso de morir. Por eso la extrañas en días como este.
Se
abre la puerta del bar y sale el Gordo, tu ex compañero de celda, al que le
cortaron la cara y otras cosas un día antes de que terminara tu condena. Esa
noche te cagaste cuando comenzó a correr la noticia. A ver si a esa hora algún
cabrón te echaba la culpa por algo en lo que no tenías nada que ver. La gente
sabía que ustedes no estaban de buenas y que llevaban días en el careo. Todo por
un malentendido en los negocios. Pero no serías capaz de joderlo, a fin de
cuentas él era un tipo cerrado. Y aunque siempre se la pasara abusando de los
menores que llegaban de últimos, allá dentro era tu hermano. Por eso hablaste
con el guardia de galera y solo él pudo explicarles a sus jefes que ya estabas
dormido cuando atacaron a tu socio.
Le
das un abrazo que se prolonga y te devuelve al cuerpo recuerdos casi olvidados.
-Me
alegra verte Gordo
-a
mí también.
-
¿Cuándo regresaste de las provincias?, te pregunta.
-Hoy
mismo, le respondes.
-Ahora
tengo que irme para la pincha pero cuando termine te busco para echarnos unos
tragos te dice el Gordo.
-Está
bien, le dices.
Y lo
ves alejarse por Consulado, en dirección de la primaria.
Cuando
entras te das cuenta de que muchos se han sorprendido al verte, y el salón se
ha inundado de un silencio que no es común. Saludas a algunos de los que en
otros tiempos te eran fieles, pero tienes una extraña sensación, un cosquilleo
en la boca del estómago. Parece que estás en tierra de nadie. Las miradas no
son las mismas, ni los gestos. El respeto que habías sembrado alguna vez ya no
existe. Ahora empiezas a notarlo. Te sientas en la mesa de siempre, esa que
vivió las borracheras junto a los Play off, los besos, los negocios. Y la
vergüenza por aquella noche cuando vinieron dos guardias vestidos de civil y
empezaron a averiguar por Eduardo Jiménez. Pero nadie respondió. Te pusiste de
pie sin titubear y preguntaste que pinga querían.
Hacía
mucho que nadie te llamaba así. La última persona en mencionar ese nombre fue
tu padre, y hacía unos meses que estaba muerto.
Los
policías te conocían, solo aclararon las dudas por protocolo. Cargaron para la
estación contigo por un robo a mano armada que nunca cometiste. Sabías bien que
los berrinches y las malas caras no serían suficientes, por eso te comportaste
como un hombrecito. Después de que el juicio fallara en tu contra y te
condenaran por 5 años, muchas cosas cambiaron. Porque eras inocente, y alguien
tenía que pagar todo ese tiempo.
Allá
fue la vieja con la javita todos los domingos. Sin excepción. Claudia también
fue los primeros meses. No puedo venir más, te dijo con indiferencia y sin
mirarte a la cara. No pudiste responder, no tenías ganas, además hacía mucho
frío y lo único que pensabas era en cómo decirle que la entendías. Que no se
preocupara por tu soledad. Que hiciera una vida nueva con un hombre nuevo y si
pudiera en un país nuevo también. De todas formas, ya sabías que con ella algo
no andaba bien. Pero jamás te insinuó nada cuando hablaban por teléfono. Poco
después te sorprendió cuando mandó una nota diciendo que la fueras a ver en tu
primer día de pase, que ya tenía todo listo para irse. Pides una cerveza que trae
Mónica. La observas por un momento y descubres que aún tiene la misma mirada
tras los espejuelos.
-
¿Cómo estás?, te pregunta.
-Bien,
solo eso respondes.
Nunca
te alcanzaron los cojones para decirle que fuera la mujer de tu vida y la madre
de tus hijos. Jamás la valoraste ni le diste la oportunidad que merecía. Por
mucho que te gustara andar y acostarte con ella, Claudia siempre terminaba
metiéndose en el medio.
-
¿Llegaste hoy?
-Sí
-
¿Entonces lo primero que has después de ver a la vieja es venir a verme,
verdad?
Le
dices que no y se ríen. Ella siempre fue tremenda mujer, jamás abandonó sus
estudios y se graduó de la universidad. Es verdad que el título solo cubre un
espacio que antes estaba vacío en la pared, pero al menos se lo podía restregar
en la cara a todos los incrédulos del barrio que no se cansaban de preguntar:
¿A la muchacha cómo le va en la facultad? ¿Ya la dejó?
-Si
quieres algo me lo dices, te susurra al oído con la vocecita de siempre.
Te
queda claro que entre ustedes no iban a cambiar las cosas.
Bebes
la cerveza despacio, sin que se derrame una gota, y la música de fondo te
acaricia los oídos.
Le
pusieron la cuchilla en el cuello/ y después le quitaron la ropa/ los dos
hombres que lo vieron viraron la cara y se callaron la boca/ y aunque no le
encontraron dinero/ lo dejaron tirado en la orilla /y a pesar de la sangre, los
gritos y Dios/ no llegará la policía/ no llegará la policía nooo/ no llegará la
policía/ Qué está pasando mi amor/ ya la ciudad no es la misma/ de ayer…
Llevas
demasiado tiempo alejado de los sueños. La cárcel te ayudó a comprender lo que
es estar aferrado a esos recuerdos de la niñez cuando se formaban los Pitenes
para jugar al dinero, y acto seguido las broncas con los mocosos de La
Victoria. Porque ellos nunca vieron los out ni que la pelota picara después de
la raya ni la madre de los tomates. Y tu condición de renacuajo no era la
adecuada para pelear por el honor del barrio, aun no te ganabas ese derecho.
Solo
unos años después te dieron el título de héroe local por ganarle en una bronca
a Pirolo, quien ese día se declaró hermano tuyo para toda la vida.
Estas
pensando en él cuando aparece por la puerta sudado y lleno de grasa.
-
¡Negro! Le gritas.
Pirolo
corre hasta dónde estás sentado y te besa casi en los labios de la emoción.
-Mira
ver donde pones tu beso negro que la gente puede pensar otra cosa.
-La
gente que no piense tanto y mame más, responde.
-Qué
bolá mi hermano, no pude ir a recogerte a la estación porque me tienen
chequeado en el trabajo.
-Dime
qué ¿has estado bien?, te pregunta mientras tantea tu cuerpo en busca de alguna
herida.
-Estoy
bien no te preocupes.
-El
Gordo fue el que me dijo que estabas aquí.
-
¿Dónde está trabajando? Le preguntas.
-Está
pinchando de mantenimiento en la primaria.
- ¿La
de nosotros, Torres Canal?
-La
mismísima. Yo mismo tuve que hablar con una gente ahí que me debía un favor
para que le resolvieran unos papeles, -dice Pirolo, porque la del CDR se puso
rebelde. La señora no entendía cómo un recluso iba a trabajar tan cerca de los
niños, que no era un buen ejemplo. Y al Gordo tuve que pararlo varias veces
porque le quería meter un atentado. Por suerte la directora que está ahora fue
jevita mía, y al final todo se resolvió.
-Mónica
tráeme dos cervezas.
De
verdad que a Pirolo le alegra tú presencia. Entiende que eres uno de los pocos
con los que puede contar. Los tiempos ya no son los mismos.
Mónica
viene con las dos cervezas y un plato de queso. Cortesía de la casa, dice ella,
mientras los mira con esa máscara de espejuelos que esconden a la verdadera, la
del solar y los toques de tambor hasta tarde.
¿Viste
qué buena se ha puesto la cabrona desde que te fuiste?, señala Pirolo. Le
respondes que sí sin prestarle interés. Aún te jode que Alberto se la hubiera
llevado. Pero Alberto ya no estaba. Piensas en aquella noche en la que por poco
mueres en la redada. Y el pellejo te lo salvó Mónica. O el culo de Mónica, con
su sexo húmedo y tibio, apretado como una nuez. Apenas daban unos minutos
pasada la media noche y ustedes haciéndolo en el parque Fe del Valle. Esto es
por los viejos tiempos, le dijiste mientras le mordisqueabas sus pezones.
A
tus amigos la policía los esperaba en los altos de la bodega de Industria.
Alguien tuvo que haber chivateado. Pero tú estabas en el paraíso, o cerca.
Dándole a Mónica la pinga que no le iba a tocar en un siglo, y ella así papi
así. Parecía un refrigerador desconectado de la corriente.
Alberto
y Osmany estaban en medio de un golpe fácil, pero no olvidaban a su amigo que
los dejó embarcado. Era la primera vez que te desentendías del trabajo y los
frijoles. Pero cómo no lo ibas a hacer, Mónica estaba sentada en el parque a
esa hora fumándose un cigarro. Sola. Así papi, más duro. Y te miró con ganas de
decir algo, pero no lo hizo, en cambio botó el cigarro, se paró frente a ti y
se subió la saya. De seguro tus amigos se vieron gastándose el dinero en putas
y ron. Hasta que de pronto escupió un altavoz desde el otro lado de la calle
¡Ustedes dos salgan con las manos en alto que están rodeados! Alberto y Osmany
se sorprendieron al principio. Ay papi duro, duro que me vengo.
Recogieron
todo y se pararon en la puerta. Analizando las posibilidades. Sacaron sus
pistolas y empezaron a disparar. La policía no se lo esperaba, eso hizo que
tuvieran tiempo para correr. Subieron por las escaleras de un edificio que
hacía esquina, pero ahí también los estaban esperando. Cógeme por atrás, ahí,
ahí. A Osmany un policía le metió un balazo en el muslo, y eso fue lo último
que hizo, porque Alberto que venía por atrás le soltó el peine completo de su
Makarov en el pecho, y le dio tiempo para cargar de nuevo y matar al otro
policía que estaba escondido en la saleta. ¿Te gusta así mami? Llegaron a la
azotea riéndose, libres. Pero estaban rodeados de verdad y no hiciste nada,
cómo ibas a saberlo. Mónica con su gritadera y papi que rico tu singas, fue
suficiente para que no escucharas aquellas ráfagas, que sin esperarlas le
reventaron la vida a tus amigos. Sin tiempo para reaccionar, ni sentir la
sangre empapándoles las ropas. Mandándolos al suelo con la misma velocidad con
que te venías dentro de Mónica. Aunque meses después escucharas con sorpresa
que la habían vaciado por culpa de un aborto casero.
Ninguno
de los que se encuentra a esta hora en el bar imagina que estás allí para
cumplir un propósito, solo uno. Pirolo tampoco lo sospecha. Esperas a Tatica,
ese pendejo te la debe desde hace mucho. Sabes que la historia con él es de
otro nivel. No recuerdas cómo empezó esa guerra, ni cuántas bajas han tenido
los bandos desde entonces. Pero te queda claro que para terminarla uno de los
dos debe irse a descansar al otro lado, esa es la única forma. Fue él quien que
te mandó a guardar y se tragó la llave. Fue la causa de que a tus amigos los
esperaran mansitos aquella noche en la bodega de Industria hace ya unos años.
Todo eso sin contar la cicatriz grande que llevas en el antebrazo, que te la
regaló aquel día que el Médico cantó por última vez en la Piragua. Ahora te
toca mover. Pirolo corea las canciones del radio y tú atento al zumbido de las
moscas. Tranquilo al igual que la música y la muerte.
…Y te
das a conocer/ a balazos de verdad pero/ Ay no saques el revólver/ debiera
haber amor/ debiera haber amor/ donde hay desorden...
El
Rubio acaba de entrar y te pasa por al lado con el certificado de proxeneta y
maricón tatuado en la espalda. Desde que tienes uso de razón siempre lo has
visto con Tatica. Incluso en las fiestas cuando el Rubio estaba revuelto como
las gallinas, recuerdas que Tatica no se le alejaba, ni siquiera para mear. El
muy cabrón casi te jode una vez cuando estabas en el Combinado, pero aquel día
fuiste más listo que el Zorro. Sabías que de un momento a otro él iba a
intentar algo y lo esperaste con paciencia, hasta que sucedió. De pronto era
extraño que no hubiera nadie más en las duchas a esa hora. Y se te apareció el
Rubio con el Rolo y la Chuchi, todos con cara de malos. Te reíste, porque eso
hacen los hombres cuando sienten el miedo acercándose. El primero en irte para
arriba fue la Chuchi, eufórica. Y la pobre no se pudo frenar cuando sin avisar
sacaste una cuchara que llevabas envuelta en la toalla y se la dejaste de
obsequio en el cuello. Completa. Se desplomó al instante.
El
charco de sangre fue a dar a los pies del Rolo, que la miró tumbada en el
suelo, con la vista perdida en el agua de la ducha. Después se viró hacia ti, porque
la Chuchi, ese mulato de 6 pies y 200 libras que te acababas de cargar era su
novia. En ese instante te invadió un escalofrío que te aflojó el cuerpo. De lo
que sucedió luego recuerdas poco, solo que el Rolo estaba recostado a la pared
con el brazo ensangrentado, y el Rubio después de clavarte por atrás un punzón
en las costillas casi te asfixia de no ser por los guardias.
A
Pirolo le cambia la cara enseguida que lo ve. ¿Y este qué coño hace aquí? Lo
agarra por el brazo y tú no abres la boca, ni ríes. Recoge al travesti que anda
contigo y váyanse para el carajo, le dice Pirolo.
La
presencia del Rubio molesta lo suficiente y te hace acariciar la 38, la mejor
novia que has tenido desde la primaria. Ella nunca te ha dejado solo en los
carnavales y siempre ha dormido contigo, lo quieras o no.
Algunos
extranjeros bajan del segundo piso del bar con cajas en las manos y entre ellos
Larisa, que deja a todo el mundo atrás y va hasta dónde estás y te abraza.
Llevas tiempo sin verla. El Rubio está parado a unos metros de ti pero no
quieres arruinar el momento. Sientes el tremendo impulso de apretarla por las
nalgas pero te aguantas, así ha sido siempre. Tu abuelo que en paz descanse,
siempre te obligó a respetar lo ajeno, y por esa comedura de mierda se te han
ido un montón de mujeres.
Larisa
se sienta en la mesa y pregunta miles de cosas, en un español ensuciado por un
italiano aprendido en poco tiempo. No tienes deseos de contarle lo que ella ya
sabe, pero a esta altura da igual. Ves al Rubio coger a su noviecita de la
mano. Cuando pasa por el lado de Pirolo le tira un beso y se te acerca lo
suficiente como para sentirlo respirar, te susurra algunas palabras que al
principio son indescifrables. Y le metes cabeza, aunque lo de pensar nunca ha
sido lo tuyo. En ese momento Larisa que entiende del peligro de la situación te
suelta con su acento de italiana que Claudia vino en su vuelo, que se había
pasado todo el camino diciendo que te iba a contar una cosa importante.
Enseguida te viras para la puerta pero el Rubio ya no está por todo aquello.
-
¿Qué sucede hermano?, pregunta Pirolo.
-Nada.
Estás
aturdido. Larisa se levanta y va hasta la barra, regresa con tres cervezas.
Te
das un buche largo, siempre lo has hecho.
-Se
ve que no ha perdido el buen gusto, le dice Larisa a Pirolo.
-Sí,
le responde, pero sabrá Dios lo que debe haber perdido.
-
¡Oye, qué pinga es! Le gritas, y los tres se ríen mientras beben. Pero tú
piensas en las palabras del Rubio, hay algo que no encaja. En una de esas
Larisa saca su teléfono y se pone a enseñar fotos. En varias de ellas sale con
algunos clientes mostrando algo más que su sonrisa. Las pasas rápido. Hasta que
se aparece una foto en la que sale junto a Claudia, recostadas a una fuente, con
un niño jugando a sus pies.
La
última vez que la viste fue en tu primer día de pase. Ya ella tenía la visa y
el pasaporte, todo listo. Solo faltaba que el italiano le mandara el dinero del
pasaje. Cuando le tocaste la puerta del cuarto y ella abrió no hicieron falta
las palabras. Se revolcaron en el suelo por largo rato y apenas terminaron,
ella recostó la cabeza en tu pecho y lloró como nunca antes la habías visto.
-Este
es el niño de Claudia, dice Larisa señalándolo con el dedo mientras te lo
acerca.
Lo
miras con recelo, pero solo al principio. De a poco empiezas a entender por qué
en una de las cartas que te mandó la vieja cuando estabas preso, hablaba
demasiado de Claudia y del niño que iba a tener. De la posibilidad de que ese
niño fuera tuyo
-
¿Cómo se llama?, pregunta Pirolo.
-Se
llama Gonzalo, responde Larisa.
Enseguida
un estremecimiento se apodera de ti. Es la segunda vez en menos de 15 minutos
que escuchas ese nombre. El primero en mencionarlo fue el Rubio.
No
puedes pensar con claridad, sientes una convulsión que te aprieta lo suficiente
la garganta como para creer que estás tragando tierra. Es algo parecido al
miedo. A esta altura ya sabes que la presencia del Rubio a esa hora en el bar
tampoco era improvisada. Esos nunca se andan con juegos. Tienes que ir a ver a
Claudia, puede que ahora mismo Tatica esté cerca y sea capaz de joderla para
llegar a ti.
-Negro
apúrate con la cerveza, le dices desesperado.
Pirolo
entiende que algo te preocupa y se levanta enseguida. Larisa te mira.
- ¿Nos
vemos más tarde?, pregunta.
Le
dices que sí con la cabeza. Antes de irte saludas a Mónica y te tira un beso.
Le sonríes, pero no se lo devuelves. A esa sí quieres verla después. Salen del
bar y la noche se ha apoderado de la calle.
-
¿Traes tu niña arriba?, le preguntas a Pirolo.
-Sí,
como siempre, te responde mientras se toca un costado de la cintura asegurándose
de que tiene su pistola.
-Yo
creo que Tatica está en lo de Claudia, le dices, y mandó a su perra para
averiguar si yo estaba aquí en La Tetona
-
¿Cómo lo sabes?, te pregunta Pirolo.
-Estoy
casi seguro negro.
-
¿Esto tiene que ver con lo que te dijo el Rubio?
-Sí,
le respondes.
-
¿Acere, el chamaquito de Claudia es tuyo?
-jajajaj,
yo creo que sí.
-
¡Cojone, claro, si hasta tiene tu lunar de la frente! te dice Pirolo
emocionado. Con una sonrisa en el rostro.
-Esto
si hay que celebrarlo, Mas tarde seguimos con los lagues, le dices
-Seguro
que yes.
- ¿Y
tú donde aprendiste ingles mi negro?
-Déjate
de gracia que yo fue jinetero pro, no te cojas pa eso.
Y
los dos se echan a reír.
Empiezan
a caminar Consulado abajo. No hay casi nadie a esa hora en Centro Habana. De un
pasillo que está a mediación de cuadra llaman a Pirolo. Es una muchacha con el
pelo rizado y buen cuerpo. Te adelantas pero no lo pierdes de vista, ese
siempre se ha matado por las blancas. Detienes el paso unos metros más
adelante. Pirolo se adentra hasta que llega el momento en que ya no puedes
verlo. Pasan unos minutos. De pronto escuchas unos gritos y caminas hasta el
pasillo. Ahí es cuando lo encuentras. El negro está tumbado en el suelo. Te
quedas paralizado. Cuando la muchacha te ve toma de la mano a un tipo que
todavía sigue parado a los pies de Pirolo. Es alguien que nunca has visto.
Alguien que recordarás por siempre mientras te mira y escupe el cuerpo de
Pirolo antes de dar la espalda. Los dos salen por el otro lado del pasillo y la
muchacha que va aguantada de su brazo se voltea de vez en cuando, como si no
quisiera quedarse sola.
Te
dan ganas de correr tras los dos y desquitártela, con mucha roña. En cambio,
miras al Negro que está boca abajo y sientes lástima. Pero sabes que por mucho
que quieras llorar o hacer algo al respecto no se va a mover. Así que sales del
trance y te mandas a correr. Desesperado. Tienes que llegar cuanto antes a casa
de Claudia.
Piensas
en el tipo ese que mató a Pirolo, en Tatica, en Claudia, en Gonzalo. En la
posibilidad de que ese niño fuera tuyo. Todas esas cosas suceden en tu cabeza
mientras corres. Un auto frena justo delante de ti cuando vas a cruzar
Industria y te trae de vuelta. ¡Comemierda!, te grita el chofer y te pasa por
al lado mientras murmura cosas que no logras escuchar. Lo sigues con la vista
hasta que se pierde en la distancia y cruzas la calle. No quieres parar. Parece
que el suelo se desmorona tras de ti, que va tragándose junto a los autos toda
la mierda que has dejado en el camino.
Las
personas que desde la tranquilidad de sus casas te ven pasar deben creer que te
persiguen, por eso cierran sus puertas cuando te ven.
Llegas
a la calle Ánimas y te detienes, agitado, como te sucedía cuando eras piojo y
correteabas los pasillos de la escuela que ahora se encuentra a tu derecha. La
Plaza del Vapor está tranquila pero aún es temprano. Todavía no hay nadie en la
esquina vendiéndose o vendiendo, eso depende del cliente. En la entrada del
hotel Lido una mulata juega con su pelo mientras escucha hablar al turista que
tiene al frente. Te parece argentino por cómo va vestido, lleva puesta una
camiseta de Boca que se nota muy gastada. Sigues hasta la puerta del edificio donde
viviste junto a Claudia por varios años. Piensas en Pirolo, en su cuerpo
desangrándose en aquel pasillo. Tomas la 38 que llevas en la cintura y la
cargas. La vuelves a acomodar y subes las escaleras.
Llegas
a la saleta del primer piso y no hay nada que parezca extraño. Por momentos
escuchas el noticiero desde algunos apartamentos. Subes. A medida que te
acercas se aceleran las pulsaciones de ese corazón que a veces no le alcanza el
espacio en tu pecho. Antes de llegar al segundo piso te parece que cierran la
puerta. Eso te pone sobre aviso. Te paras a unos escalones de la puerta de la
saleta que en efecto está cerrada. Todo está demasiado tranquilo. Sacas la 38.
Tienes la duda de si seguir o no, va y todo es una invención de tu mente, va y
Claudia está dormida en su apartamento a unos metros más allá de esa puerta que
se nota escalofriante por cada minuto que pasa. Es miedo, no es otra cosa.
Das
unos pasos que te alcanzan para ver el halo de luz por debajo del marco, y
también para ver la sombra de alguien que se mueve al otro lado, muy rápido,
tan rápido que abre la puerta de un tirón. Te impresiona tanto ver a ese tipo
armado frente a ti que cuando va a disparar te echas para atrás y resbalas por
la escalera.
Tu
caída hace que él falle, por lo que ganas tiempo para empuñar la pistola y
meterle dos balazos. El tipo se desploma. No lo reconoces, pero sí le ves la
cara al Rubio cuando se asoma y dispara. Tú también haces lo mismo. Empiezan el
intercambio pero te encuentras a mitad de la escalera, expuesto. Cargas el arma
y te arrastras por la pared. Los tiros te pican cerca. Te colocas detrás de la
puerta mientras el Rubio dispara como un loco, sin darse cuenta de que no puede
ver dónde estás. Es una buena oportunidad. Pero ese cabrón no está solo. Él no
podría disparar tanto como lo hace ahora. Escuchas murmurar a otra persona, que
por el acento debe ser el travesti que andaba con él cuando se apareció en el
bar hace media hora. Disparas sin mirar y escuchas que alguien grita
quejándose. De repente hay silencio. Pasan unos minutos.
-
¡Eduardo, tú eres maricón me oíste!, grita el Rubio. Respiras todo el aire que
pueda caber en tus pulmones y empujas la puerta.
El
primero en aparecer ante tu vista es el travesti, recostado en una esquina de
la saleta con sus brazos fuertes y su peluca descolorida. Tiene la blusa
enchumbada en sangre. No le das tiempo a apuntarte con su pistola. Le sueltas
un disparo en la cara, justo en medio de los ojos. Su cuerpo deja una mancha de
sangre mientras se desparrama por la pared. El Rubio se asoma desde un costado
del muro donde comienza el pasillo de los apartamentos y también aprieta el
gatillo. Dos veces. Una bala te roza un costado. Pero lejos de caer, caminas
hacia él y le respondes igual con dos disparos que no fallan.
El
hombre se quiebra sobre las rodillas. Un chorro de sangre sale de su boca. Te
acercas unos pasos y le pegas el cañón de la 38 en unas de las mejillas. Trata
de apartar la pistola con sus manos gastando la poca fuerza que le queda, pero
ya está decidido. Halas el gatillo una vez más. La fuerza del impacto hace que
la sangre del Rubio salpique tu ropa mientras cae.
Es
ahí cuando oyes a alguien llamarte desde el tramo de escalera que continua
hasta la azotea del edificio. No te da tiempo a nada. Ni a virarte, mirar,
nada.
Escuchas
el estruendo que produce el metal del cañón cuando escupe las balas. Cuatro
disparos muy lentos, producidos con una pausa del demonio, de las que se
disfrutan hasta mearse. Sientes llegar al último de esos cuatro balazos que te
revientan el cuerpo. Las piernas dejan de sostener el peso y te desplomas. Poco
a poco zafas tus dedos de la 38. Se te hace pesada. La sangre empieza a inundar
tu pulóver. La encuentras tibia, como la leche del desayuno. De momento te da
la impresión de tener frío. Tus ojos se cierran, como si de pronto dejaras de
estar al mando. Y lo escuchas. Apenas un murmullo que llega enredado hasta tus
oídos, pero estás seguro. Es Tatica diciéndote algo mientras se acerca.
El
hombre se te para al frente, pero la fuerza no te da para levantar la cabeza y
mirar su cara, así que te tienes que conformar con los zapatos.
-La
última vez que nos tropezamos tenías mejor aspecto, dice. Ese día calentamos la
Plaza del Vapor, ¿te acuerdas?
Ahora
lo escuchas con claridad. Te dan ganas de reventarlo, cagarte en su madre,
cualquier cosa. Pero ya las funciones motoras, al menos las fundamentales,
dejan de responder.
Tatica
se agacha y se pone a una altura donde puedes verlo. Deja la Makarov que
siempre lleva consigo a unos centímetros de tu mano. Haces el intento de
alcanzarla y no puedes. Saca la billetera y busca adentro. Te pone en la mano
un barquito de papel, pero la rigidez de los músculos no te permite agarrarlo.
Quieres saber qué significa. Levantas la cabeza y le preguntas. O al menos
haces el intento, porque él no entiende nada de lo que dices.
-Oye
mi brother habla fuerte que no te escucho, te dice sonriéndose.
Le
gritas, lo mandas para la pinga. Te sube un buche de vómito pero no llegas a
soltarlo así que te lo tragas completo.
Tatica
te da dos palmadas en la cara, se levanta y hace un gesto de saludo con las
manos, como si tuviera un sombrero.
-Ah,
antes de que se me olvide, ese barquito te lo manda tu hijo.
Luego
escupe tu cara y se va. Te quedas solo. Más bien junto a la noche, esa perra
que ahora saborea la sangre de tus costillas.
Escuchas a lo lejos el sonido de unas sirenas. Te invade un sueño que te lleva de la mano mientras te aligera el dolor provocado por las balas. Un sueño que cierra tus ojos y te muestra una nube negra, muy negra, que se viene acercando.