La tarde de los poetas muertos
Estás acostado en el mueble de la sala. Pareces un muñeco abandonado. El Tragasueños que siempre atormenta a los niños cada vez que sale en el televisor. Más bien pareces una pintura expresionista donde los protagonistas danzan la hora de la muerte vestidos con trajes de ballet y luciendo las gargantas cercenadas.
Tienes la vista fija en el techo, en las grietas de ese cielo agrisado por la falta de una brocha. La última vez que se pintó la casa tus padres estaban vivos y Vivían no peleaba demasiado, la abuela todavía no estaba en su versión vegetal, y Carlos, ese niño que criaste como si fuera tuyo, que tantas malas noches te hizo pasar a causa de sus enfermedades, aún no había desaparecido. Siempre tuviste la sospecha de que él estaba metido en algo grande. Todas las tardes se reunía con jóvenes de su escuela. Según él para estudiar. Algo que aprobaste desde el principio. Incluso por tu condición de profesor de Historia podrías ayudarlos, pero ellos no estudiaban. No recuerdas si, por casualidad o accidente, escuchaste a Carlos mientras hablaba con dos muchachas en la sala de la casa, y fue cuando supiste qué era lo que hacían.
Desde entonces lo oías hablar sobre un nuevo porvenir, y orden social, y derechos… Cosas de las que tus propios alumnos se reirían o no entenderían. Pero te quedaste con la duda cuando Carlos no regresó esa noche.Ni ninguna otra.Y hablar con Vivian sobre su hijo nunca fue una opción. Ella siempre se las arregló para evadir el tema. Incluso ahora lo sigue haciendo.
Suena el teléfono. Lo escuchas con indiferencia y no quieres cogerlo. Hace unos días que entran llamadas y nadie responde. A Vivían también le ha pasado cuando está sola en la casa. Sí, porque en algún momento pensabas que era contigo con quien no querían hablar. El teléfono no deja de sonar. Estiras el brazo y lo levantas. Oigo, oigo. Estás seguro que hay alguien al otro lado de la línea, pero no contesta. Oigo, dices por última vez, y nadie responde. Cuelgas. Te quedas mirándolo a espera de que suene otra vez pero terminas recostando la cabeza, sin tratar de pensar en lo que pueda esconderse detrás de esas llamadas, porque ya has perdido demasiadas noches tratando de hallar una respuesta que te deje dormir en paz. Una respuesta que en realidad sabes, pero no reconoces por prudencia, o por ese desinterés que siempre muestras cuando se trata de cosas importantes. Por eso te cuesta trabajo hacer las labores en la casa o salir a la calle. Incluso te quita las ganas de escribir. Algo que le vas a agradecer a Carlos toda una vida. Era él quien te incitaba a sentarte frente a la computadora. Hasta que lo hiciste, y tres horas después tenías escrito un poema. Un poema que Vivían cuando lo leyó guardó silencio y no te volvió a mirar en toda la tarde. En ese instante supiste que ya era tarde para lamentarse. Ibas a ser poeta.
Caminas por el barrio. Saludas a los desconocidos en la calle, a los perros, a las estatuas, a los policías. Te dejas llevar por el cansancio y plantas bandera en un parque que nunca has visto. Te sientes extraña, incluso asustada. Tú has escrito en todos los parques de la ciudad, y también has dormido en ellos. Ahora de repente estás sentada en un banco que tus nalgas no pueden reconocer. Y eso te jode, tanto como el paisaje de esta parte de la ciudad, que no ha cambiado desde que viniste, que tampoco había cambiado antes de que te fueras.
Después de un rato regresas a casa, no tienes ganas de llegar, así que avanzas despacio, arrastrando los pies. Un tipo te pasa por al lado y te dice una porquería, casi que te muerde el pelo en su recorrido. No te volteas, sabes que no vale la pena. Aquel hombre que una vez amaste se encargó de extirpar en ti todo rastro de cariño, ternura, sexo. Todas las noches te retorcías en la cama extrañando su cuerpo, sus ojos, maldecías su ausencia mientras ahogabas tu dolor con las sábanas entre las piernas. Gritabas por toda la casa, como un cerdo antes de morir, y no te importaban las quejas de los vecinos. Incluso llamaron a las autoridades en una ocasión.
Después de que ese hombre muriera, porque sabías que su cuerpo no iba a aguantar, te refugiaste en los libros, en los parques. Hasta que no pudiste soportarlo y empezaste a callar. Primero con la familia y luego con los demás. Y un día te paraste en la puerta de la casa como lo estás haciendo ahora, y reíste con rabia, y la gente en la calle te miró como si fueras una loca. Porque esa risa era demasiado independiente, demasiado consciente de todo lo que tenías pensado hacer. Por eso entras a la casa con ganas de darte un baño y aliviar el cuerpo de esa podredumbre que restriegas con un paño hasta que la piel se pone roja sangre. Recoges las cortinas de la sala. Abres todas las ventanas. Te sientas en la mesa y rompes el paquete de libros que recibiste ayer. 20 ejemplares. Todos nuevos y con olor a imprenta. Son el anticipo que te manda la editorial antes del lanzamiento de ese libro que escribiste en dos noches. Sin detenerte. No podías hacerlo. Tenías mucha hambre, como una hiena en busca de pichoncitos. Después de terminar de escribir el libro, agotada, revisaste cada uno de esos papeles estrujados, llenos de sudor, lágrimas, mocos, hasta encontrar ese poema por el que vas a terminar con todo.
Quieres levantarte, hacer algo. Pero esa posición de ballena muerta en la orilla no te permite demasiado. De pronto un día te encontraste en el espejo viendo a un sujeto desfigurado parado frente a ti, y no quisiste reconocer a ese tipo deforme en el que te habías convertido, porque te daba asco. Cuando se sentaban a comer todos en la mesa sentías esa lástima que siempre les tienen a las personas enfermas. Se notaba en sus miradas. Solo Carlos te trataba como un igual. Iban juntos al cine, a los partidos de fútbol. Hablaban de historia y de mujeres. Hasta que veías llegar a Vivian y cambiabas de tema para que no se enojara. Le dabas por el codo a Carlos y enseguida se ponía a hablar de Elpidio Valdés. Ella se hacía la desentendida y te daba un beso, para que te quedaras así como estás, sin ganas de nada. Vivían aún tiene ese efecto.
Te preparas, estiras los muslos. Tomas todo el aire que puedes porque tu dificultad al respirar se ha vuelto crónica. Aprietas los párpados y te impulsas, pierdes el balance pero logras recuperar la postura así que te quedas derecho. Ya puedes ponerte de pie. Tienes la espalda empapada en sudor y las gotas te recorren hasta tus nalgas. Se te ha quitado el hambre. Ya casi es la hora, dices. Comienzas a temblar de nerviosismo, buscas la caja de cigarros que escondiste para que Vivían no la viera y suena el teléfono. Descubres la caja detrás del televisor y prendes un cigarro. Piensas en Vivian, en el trabajo que te costó conquistar a esa mujer. Todo ese tiempo que te hizo perder hasta aquella noche en la que cedió. El teléfono no ha dejado de sonar.
Coges uno de los ejemplares. Lo revisas con cuidado, página por página. Miras con orgullo la foto de la mujer en la que te has convertido. En todo el camino que recorriste para publicar el libro que tienes en las manos. Piensas en aquella tarde en la que sentada en un parque, viste pasar a ese hombre que perseguiste hasta la entrada de su casa. Y no fue hasta dos semanas después que volviste decidida.
Llegaste a su puerta y él abrió, como si te estuviera esperando, de hecho así mismo lo dijo apenas te vio: “te estaba esperando”, y asentiste dándole la razón. Enseguida te enamoraste de aquel hombre que prometió un montón de cosas. Que te ayudó a escribir tu primer libro, y el siguiente. Que te enseñó a dormir sin sobresaltos, a cocinar huevos fritos. A confiar. Hasta ese día en que tenía que contarte algo importante, y cuando dijo que te sentaras, pensaste en el matrimonio. Deseabas vivir para siempre con ese hombre que era el dueño de tus deseos, y que dijo sin mirarte que tenía cáncer. Pasaste semanas enteras odiándolo y creyendo que estaba con otra mujer. No podías creer que estuviera enfermo, y menos con cáncer. Tal cosa no podía ser posible.
Cuando te cansaste y volviste ya era demasiado tarde para odiarlo, su enfermedad se volvió muy grave en poco tiempo. No quedó más remedio que dedicarte a cuidarlo y a quitar esas manchas de sangre regadas por toda la casa a causa de su tratamiento. Y no resultó. Una mañana saliste a comprar comida y cuando regresaste ya estaba muerto.
Abres el libro en la página cuarenta y cuatro. Lees: La última carta (ella desde allá)
“Mi amor /el ardor que brota de mi cuerpo es incontrolable /Me rasga por dentro /Quema/ Sumerjo en la bañera mi cuerpo averiado /como un barco que naufragó en la orilla de este país que quiero conquistar /El ardor descansa mientras mi sexo se enfría /bajo esta agua fangosa /igual que esos sueños /que me atacan desde el lado de la cama donde tú solías hacerlo /Ese que ahora está lleno de cristales rotos /que me cortan despacio /y la piel sangra a chorros /como si estuviera a fin de mes /Mi amor solos esos días el ardor me abandona dando paso a algo peor /La noche”
Terminas de leer con lágrimas en los ojos. Vas hasta la despensa y coges una botella de vino. La abres. Te das un trago que prolongas todo lo que puedes. Vale la pena haber pagado su precio ahora que lo piensas. Te das otro. El vapor del agua caliente te acaricia el pelo. Vas dejándote llevar por el humo mientras te quitas la ropa por el pasillo. Cierras la llave y tocas el agua. Hundes el cuerpo poco a poco en ese agujero peligroso que está más caliente de lo normal. Dejas caer la cabeza hasta el fondo de la bañera. Te quedas varios segundos sin respirar. De repente te levantas impulsada y coges el secador de pelo. Lo enganchas a la corriente. Te vuelves a acostar en el agua y antes de volver a hundirte enciendes el aparato. No sientes nada, ni temblores, espasmos, nada. No sabes cómo hacerlo. Así que calculas que primero te pondrás bien cómoda y luego cerrarás los ojos antes de dejar caer el secador en el agua. Sí, eso es lo que harás. Solo que por la emoción que comienzas a tener, prefieres cerrar los ojos antes.
Aún no coges el teléfono, pero su insistencia es infernal. Terminas de fumarte el cigarro. Quieres que el teléfono se calle de una vez, que no vuelva a sonar mientras estés vivo. En definitiva, por ahí lo único que has hecho es recibir malas noticias. ¿Y si fuera Carlos el que está desesperado al otro lado de la línea?, pero la duda no te da mucho espacio para la imaginación. Por eso sigues indiferente. Un minuto, dos minutos, tres minutos. Hasta que no puedes más y lo levantas. Oigo. La historia se repite y nadie responde del otro lado. Estás a punto de colgar, cuando comienzas a escuchar la respiración agitada de alguien que parece estar sufriendo. Te asustas un poco. Del otro lado empiezan a llorar y no logras distinguir si es un hombre o una mujer. ¿Carlos, eres tú? Preguntas con la voz cortada, temiendo encontrar la respuesta que no quieres escuchar. Sientes alivio cuando nadie responde. De pronto hay un silencio raro, escalofriante. Un silencio que te recuerda todas esas noches que sufriste tratando de resolver la desaparición de Carlos. Quieres colgar, pero vuelves a escuchar a alguien. ¿Carlos, por favor, dime si eres tú? Preguntas de nuevo. Sientes los pasos de alguien que se acerca al teléfono. “Hola compañero, nos complace informarle que su hijo está acá con nosotros y que se ha portado muy bien hasta ahora, viva la revolución.
El pecho se te aprieta, del otro lado cuelgan y sigues congelado, parece que viste un aparecido o algo. Todas las situaciones que imaginaste cada vez que pensabas en Carlos te golpean de la manera más jodida. Por eso desde hace mucho quieres terminar, y eso es lo que vas a hacer ahora. Aún no te decides a dejarle una nota a Vivian, ella que siempre ha estado ahí y no tiene culpa de nada. Dejas caer el auricular y caminas al cuarto. Buscas la libreta en la que siempre escribes y le arrancas la última hoja que ya tiene un poema escrito. Le echas una mirada. Este poema es una mierda, piensas. Le pones un pomo encima para que no se vuele, y caminas al baño. Trancas la puerta. Abres la pila y te echas un poco de agua en la cara para tratar de borrar el cansancio.
Con tu mano zurda coges una cuchilla de esas rusas que siempre has tenido en el botiquín. No te demoras en lo que mides dónde colocar la cuchilla, y hacer el primer corte. Sientes un leve pinchazo cuando entras en la carne, solo eso. Haces el piquete bastante preciso a pesar de que no eres un experto. Cambias la cuchilla de mano. El brazo te tiembla, la sangre que empieza a chorrear hace que la hoja se resbale. Así que aprietas los dientes y logras hacer el mismo procedimiento, salvo que esta vez tienes que hundir un poco más la cuchilla para lograr exactitud, y luego la dejas caer.
Te apoyas en el lavamanos para mantenerte de pie. La sangre comienza a manchar la loza blanca, por un momento piensas en detenerla pero los reflejos ya comienzan a fallarte. Te miras en el espejo, repugnado. Las lágrimas se te salen igual que esa sangre que se convierte en unos coágulos negros cuando cae en el piso. Sientes cómo la puerta de la casa se abre, y seguido, escuchas el paso rápido de esos zapatos que Vivían tiene hace algún tiempo. Tratas de llamarla, pero ya las sensaciones adquiridas desde la niñez empiezan a desaparecer. Y te quedas con el grito ahogado en la garganta. Indeciso.