Mi nombre es polvo (fragmento)
Aunque quizás deba decir, para no faltar a la verdad, que apenas la vi entrar al taller: “me han dicho que aquí hacen obras de arte”, susurró melosa, apoyando sus dos bolas del mundo sobre la vitrina, recibí dos impactos que colocaban a un monstruo como ella en el mismo centro de mi tela de araña, allí donde caían las presas más jugosas, pobrecillas: el primero, el grito de la carne, y es que no resulta nada usual que a un espíritu gótico se le ocurra insertarse un par de tetas tan escandalosas –brincaban encima de mí las imágenes de otras chicas góticas: suelen ser mujeres horribles, sin los suculentos extras carnales de otros ejemplares de su género, es decir, feas con desesperación a las que sólo les quedaba andar de góticas por la vida para obligar así a que alguien las mirara–, y el segundo, ese mensaje codificado en la lengua de los ángeles que me anunciaba, casi a gritos, que bajo esa imagen exterior, hurgando bajo la piel, podría esconderse un apasionante maná para desplegar mis artes.
—Depende de lo que vengas buscando —le dije, y la vi sonreír.
—También me han dicho que aquí no tienes que decir lo que quieres —sus ojos verdes delineados por el rímel negro resaltando en su cara exageradamente blanca y su melena larga, oscura y compacta como la más negra oscuridad en una tumba cerrada.
Me gustaba la chica. Era, ¿quién podría dudarlo?, la más atiborrada vitrina de la superficialidad humana, la más alucinante de las modelos de una pasarela contra lo natural: las grasientas mechas del pelo a duras penas atrapado bajo una rejilla de hilos grises que semejaba una telaraña sucia que alguien ha querido romper en algunos sitios; un corsé negro tejido evidentemente con finos alambres negros, como las mallas metálicas de los antiguos caballeros feudales, que dejaban escapar pequeñas señales de la blancura de su piel, especialmente en la zona de los pezones, estirados por la fuerza de la silicona presionando desde el interior; el short cortísimo también negro, sostenido a la cadera por un cinturón de púas metálicas, deshilachado en los muslos; unas medias tejidas del mismo material del corsé, al que le habían conectado unas pequeñas calaveras de metal que formaban una línea macabra descendente desde la parte superior del muslo hasta las rodillas; las toscas botas negras cubiertas con remaches de los que colgaban, provocando incómodos repiqueteos al caminar, diminutas cruces, casquillos de bala de plata, remedos metálicos en miniatura de punzones cazavampiros…, y, finalmente, una enorme capa negra con el borde sucio y deshilachado por el arrastre, cubriéndola desde el cuello.
Sin embargo, me excitaba más su desparpajo. Se parecía mucho al de mi hermana. Y esa conjunción: la de apenas comenzar mis pasos como tatuador encontrarme a un espíritu casi gemelo al de Layda y la de saberme ante una anomalía de la especie, me hizo sentir totalmente seguro de que bajo aquella piel, una vez que la dejara libre de todos esos andariveles absurdos que ella se había colgado, encontraría yo a uno de esos monstruos con los que podría desquitarme de la derrota vivida con la muerte de Layda; hallaría yo otra bestia en la que, como me había propuesto, limpiaría esa afrenta y, aunque apenas bastaron unos segundos para que se formaran en mi cabeza el croquis con todos los detalles de mi plan con aquella gótica, logré imaginarme también la harinosa cabeza del ángel asintiendo cuando le dijera que podía valerme por mí mismo, sin su harinosa ayuda, y ya era hora de no andar fastidiándome con sus sermones filosóficos y de irse a adoctrinar a alguna otra de esas ovejas que seguro Dios tendría que encarrilar. No había que ser un sesudo analista para saber que bastante mal andaba el mundo precisamente por la abundancia de ovejas descarriadas.
—Este es el único negocio del mundo donde el cliente nunca tiene la razón —dije.
—¿Me explicas cómo puede ser eso?
—Un buen tatuador jamás le hace caso a lo que el cliente quiere tatuarse. Cada persona, aunque muchos jamás se lo piensen, viene al mundo con el tatuaje que le corresponde.
—¡Ya! —eran bellos sus ojos, sí, tal vez lo único hermoso en medio de tanto horror—. Un buen tatuador sabe qué debe tatuar sólo con ver a la persona.
Asentí.
—¿Y qué me vas a tatuar? —esta vez agresivamente zalamera—. Espero que no sea muy caro.
—Lo primero es un secreto…, es otra regla: un buen tatuador jamás habla de su obra hasta que no la ha concebido bien, así es que nada puedo decirte hasta que no vea el lienzo —dije, señalando a su cuerpo y me incliné hacia ella, apoyando ambas manos sobre la vitrina y acercándome a su cara para susurrarle—. Lo segundo, nena, el precio, no es negociable: el buen arte es caro, deberías saberlo.
—Marcia —le oí decir, también en un susurro, aunque se había separado de mí, casi saltado hacia atrás—, y Marcia hace mucho que dejó de ser una nena y odia esa palabrita desde que el hijoeputa de su padre la violó mientras se la soplaba al oído, ¿te queda claro?
Había en sus ojos la fiereza de las bestias acosadas, heridas pero rabiosas, acechantes.
Sí, repetí para mis adentros, me gustaba aquella chica."
Mi nombre es polvo la novela más reciente del destacado escritor exiliado Amir Valle, quién estará presentando su libro en el Museo & Performing Arts Center, Miami, FL el 21 de junio a las 5:00 pm.